Nombre completo: Santiago Pascual DEL MORO
Fecha de nacimiento: 9 de febrero de 1978
La sensación de superficialidad
aséptica que transmite Santiago del Moro fue sumamente aprovechada por los
programadores de la acción de marketing comunicacional macrista, para llevar a
cabo sus fines de penetración sugestiva.
El público lo conoció a los 20
años, a fines de la década de 1990, como conductor de programas para
adolescentes en la filial de la canadiense MuchMusic,
una señal de televisión por cable dedicada a la difusión de música comercial
con arraigo en la banalidad y en la omisión explícita de todo aquello que importe
alguna forma de compromiso -siquiera mínima- con cualquier sistema de ideas. Los programas en los
que participó recibieron nombres decididamente exentos de vinculación con lo esencial,
aunque claramente amigables con lo invisible: Flow, Countdown, De Cerca (cuya más recordada emisión fue protagonizada por el grupo para niños y
post-púberes Erreway).
Con posterioridad, Santiago se
dedicó al mismo cotilleo de la farándula vernácula que en su tiempo habían
menudeado la Tía Valentina del
programa Buenas Tardes, Mucho Gusto;
el chimentero Luis Pedro Toni, mención obligada en los magazines del tirano
popular y chabacano intencional oneroso Gerardo Sofovich; el correveidile
uruguayo y vespertino Lucho Avilés, creador del tanque gerontológico Indiscreciones; y el entonces pasatista
Jorge Rial, quien, antes de ser contratado por el duhaldismo, refería
únicamente liviandades del entorno TV al estilo
desvergonzado, de falsa estudiantina y abultada carga de excesos de la
noche empresaria que perfilaron los primeros años de adolescencia tardía e
irresponsable de Videomatch.
Acumuladas sus performances de
líder insustancial en los vanos Infama e
Intratables –que abarcaron, sumados y
aun superpuestos, una década entera- Del Moro fue seleccionado por el macrismo
para acentuar la difusión del prototipo de un nuevo vecino que, desde la franqueza del “buen ignorante”, decidía
dar la espalda a las creaciones de un sentido común “intoxicado por la política” y poner en valor las verdades sencillas
de una clase media “laburante” e “indignada”.
Intratables, un tinglado de habladurías sobre la comedia local, fue
precisamente el espacio elegido por los especialistas en comunicación del
macrismo para exponer una interpelación deslenguada a la comunidad política,
desde la mediocridad revalorizada. Ninguno de los “panelistas” de Intratables tenía especial versación
sobre alguna cosa; como correlato, ninguna de las batallas verbales que a los
gritos se prodigaban aquellos ganapanes, administradas desde la pureza racial
por Santiago, aportaba objetivamente más elementos que una pelea cualquiera
entre compadres rústicos o comadronas exaltadas. Prendidos al vértigo del
“minuto a minuto”, operadores pagos y más o menos psicópatas dictaban
instrucciones a los participantes a través de las “cucarachas” –pequeños
micrófonos insertados violenta y directamente en el canal auricular del
provocador- y así, en el fragor de la batahola iracunda, toda verdad quedaba
relativizada, a favor de la profundización de las distancias entre el kirchnerismo corrupto y el cambio honesto.
Este sostén conventillero,
estetizado para imitar los niveles que la clase media cree que tienen las
licencias orgiásticas de los ricos, fue ávidamente consumido por un público que
aceptó la propia extinción de su capacidad crítica y que, además, generó
canales de identificación con las pobrezas objetivas de los planteos propuestos por el asalariado Del Moro.
El pico máximo de esta tarea de
efectividad, ya directamente programado como un acto de genuflexión sugestiva,
se dio cuando, en “emisión especial”, entrevistó al presidente Macri el día 9
de agosto de 2017, pocos días antes de las primeras (y últimas) elecciones de
medio término que afrontaría el gobierno triunfante en 2015.
Especialmente limpísimo, Santiago
fue utilizado a cambio de un pago para ocultar con enlucido de trivialidades el
daño generado por el proyecto neoliberal, y también para enaltecer la figura de
Mauricio Macri desde un mangrullo insípido aunque puramente emocional. Allí, Del
Moro desplegó la misma hipocresía gestual y las mismas sonrisas defensivas en
contexto de vacío discursivo que cada mensual de clase media histrioniza cuando
habla con su jefe. La táctica neoliberal apuntaba, esta vez, al naturalismo
degradante.
“Cristina no tenía en su cabeza
entregar el mando”, mintió Mauricio en aquella ocasión, para la ciudad y el
mundo. “Porque tiene un problema psicológico”, continuó. “Ella debe creer que
todavía tiene el mando de la Argentina”. Santiago, impecable, asentía como
nuestro mejor sobrino. Mientras, Macri auguraba: “El país va a crecer más el
año que viene [2018], porque mucha gente va a apostar por nuestro futuro y va a
venir y va crear más empleo”.
Cuatro meses después de montarse
en aquel tinglado, Santiago del Moro convino cuarteles de invierno con sus
empleadores. Regenteado por la empresa Telefé, el poder real agradeció los
servicios prestados ordenándole conducir un espacio en el que la misma clase
media a la que él contribuyó a embrutecer alimenta su vulgar sueño ancestral de
ganar rápidamente mucho dinero. Allí, Del Moro, un adulto de ya cuatro décadas,
biencasado y papi de dos soles, despliega un sainete de falso lujo en el que,
de a uno, de a dos o de a tres, exponentes arquetípicos del vecino de al lado juegan a validar su
pobreza cultural. En “¿Quién quiere ser
millonario?”, el programa de preguntas y respuestas a que se aficionó la clase
media macrista en el último tramo del gobierno de su idolatrado, Santiago recibió
la misión de sustituir las lecciones de sabiduría por manifestaciones de un canto a la vida lelo y aceptante de las relaciones de explotación, diluidas
bajo el velo de las mismas ilusiones ingenuas que nuestros bisabuelos ponían en
la carrera de los hijos o en la lotería. La emisión es, también, una
exposición validante de paradigmas de la tosquedad que opera como canal
informal de control social.
Podría quizás aventurarse que, en
la lograda cadena de éxitos procurada por el macrismo –que contaba como
objetivo alcanzado cada individual exterminio del criterio- Santiago del Moro fue objeto de proyección de
lo que la clase media degradada quiso para sus hijos.
Su figura y sus
licencias de honestidad iletrada continúan aportando la misma deseada máscara
hiperbólica que cada pequeño empleado o cuentapropista aspira a reconocer en su prole, la misma corrección forzada y pueril que cada
oficinista ejerce para ignorar y hacer ignorar la dinámica de la explotación,
el mismo brillo infantil que infunde seducción a la mentira y la misma sugerida
perversión polimorfa que Freud postulaba acerca de los niños.
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